Cómo enfrento la tartamudez

domingo, septiembre 29, 2013

Si me olvido que soy tartamudo, hablo mejor

Autor: Alex Ayala

Ruido en la comunicación. No recuerda su infancia como una etapa feliz –confiesa el autor del texto– a causa de la angustia que sentía por este trastorno y por las innumerables terapias sin resultados. Todo cambió recién cuando le quitó presión al tema.

Cada vez que un amigo me comenta por teléfono que se me escucha entrecortado –no por cruel o con la intención de echar sal en mis heridas, sino cuando falla la conexión o cuando me hallo en algún rincón remoto de Bolivia–, le llamo hijo de puta. Y lo hago despacito, masticando cada sílaba para que me entienda. Después, el que está al otro lado de la línea suelta una poderosa carcajada porque sabe que me encanta el humor negro, burlarme de mí mismo. Y solemos acabar riendo los dos juntos hasta la lágrima. 

A menudo, hay gente que me grita porque piensa que estoy sordo y los que no me conocen me encaran con gestos histriónicos porque intuyen que soy yo el que no les comprende bien a ellos. Desde que tengo uso de razón, los sonidos que nacen de mis labios se reproducen compulsivamente antes de matar muriendo. Y yo muero por la boca cada vez que hablo. Soy tartamudo, “repetidor” profesional, y a mucha honra. No concibo mi problema como un ancla, sino como catapulta: 40 millones de tartamudos en todo el planeta algo interesante tendremos que decir al mundo, aunque nos miren como a un freak de circo, aunque nos cueste innumerables dolores de mandíbula expresarnos.

Hay tartamudos que han entrado por la alfombra roja a nuestros sillones a través del cine, como Bruce Willis, Anthony Hopkins y Nicole Kidman. Los hay como Tiger Woods: deportistas exquisitos capaces de embocar una pelota en un hoyo a cientos de metros. Los hubo estadistas, como Napoleón o Winston Churchill, escritores, como Miguel de Cervantes, naturistas que dejaron huella, como Charles Darwin, oradores prodigiosos, como el griego Demóstenes casi cuatro siglos antes de Cristo. Y también, tocados por la mano de Dios, como Moisés para partir en dos las aguas del Mar Rojo. 

Pero la tartamudez no es don ni bendición divina. Los tartamudos ni somos más sensibles, ni más empáticos que el resto ni multiorgásmicos, como más de una vez he insinuado antes de dar una charla ante un auditorio repleto para romper el hielo. Somos más bien un pésimo chiste, la excepción que confirma la regla, una rareza, personajes singulares con una vocación complicada: cultivamos el fino arte de pronunciar palabras.
Somos además un expediente X en potencia para la ciencia: se sabe únicamente que segregamos dopamina en cantidades industriales y que las raíces de la incapacidad son neurológicas y genéticas. Y la mala noticia es que no hay ningún “antídoto” aún que nos defienda. Al menos, a los tartamudos crónicos, a los que nacimos así, un poco pasados de rosca. Porque hay otra tartamudez que sí se cura, más previsible, mucho más lógica, la que tiene su origen en un trauma, en un susto, en un accidente, la psicológica.

Durante mucho tiempo, en mi casa entendieron la tartamudez como un capricho. Mis padres creían que no hacía los esfuerzos necesarios para apaciguar mis nervios y mi hermano mayor me retaba cada vez que me atascaba en una eme –mmmmaaaa–, en una pe –pppppuuu– o en una ele –lllllllaaaa–. Quería hacerlo bien, pero a cada rato me trababa. Pasaba horas y horas de repetición en repetición y a menudo se me agriaba la boca antes de conseguir siquiera decir “basta”. Aquella situación me angustiaba tanto que incluso me planteé el suicidio: me paraba a veces frente a la ventana de mi cuarto –en un quinto piso– y trataba de decidir si me tiraba o no me tiraba. Me tenía lástima. 
De niño, estuve rodeado de mimos, atenciones y juguetes psicodélicos. Pero no recuerdo la infancia como esa etapa feliz e irrepetible de la vida en la que uno no tiene que preocuparse por nada. La mía fue otra cosa, una excursión interminable por decenas de despachos de remediólogos de batas inmaculadas que vendían sus tratamientos con la misma alegría con la que los charlatanes ofrecen la solución infalible para combatir la calvicie. Y lo que es peor: con los mismos efectos.

Por las noches, casi nunca me acostaba en compañía de un cuento de hadas, sino que lo hacía con el ronroneo de un casete que me invitaba a relajar hasta el milímetro más escondido de mi cuerpo. Visité durante un año a una psicóloga de ojos diminutos y papada de sapo que me metía en una caja enorme, completamente a oscuras, argumentando que mi respiración lo agradecería más pronto que tarde. Me presté además como cobayo para sesiones de acupuntura y de musicoterapia. Utilicé un ritmosensor, aparatito del tamaño de una caja de cerillas que me obligaba a vocalizar como un robot para regodeo de mis compañeros de colegio. Y hasta caí en las garras de un hipnotizador que me enseñó a partir tablas de madera y a doblar fierros con la garganta. Lo abandoné antes de aprender a caminar sobre brasas ardiendo, consciente de que el milagro que me haría hablar sin tropezar quedaba lejos.

Los intentos por convertirme en una farsa, en un tartamudo que no tartamudea, en una lengua sin pluriempleo, fueron constantes. Pero coleccionaba fracaso tras fracaso y gasté los minutos más valiosos de mi adolescencia en repetir que era una mierda frente a un espejo. Por aquel entonces, eran muchos los que me decían que jamás podría optar por un trabajo “decente”, que terminaría limpiando alcantarillas y cloacas. Otros me veían como a un bufón al que emborrachar de vez en cuando para entretenerse. Y yo miraba con envidia –y no precisamente de la sana– a mis cuates con pareja. Me creía víctima de una mala jugada de la evolución humana, un autómata con errores de fábrica.

Mis crisis existenciales se multiplicaron tras la muerte de mi madre, poco antes de que yo cumpliera 17 años. A fin de cuentas, una madre es esa manta que te arropa antes de acostarte, es aquella que te quiere seas cojo, tartamudo o el hombre elefante. La mía me acompañaba en las buenas y en las malas, pero sobre todo en estas últimas. Por ejemplo, cuando me sentaba a llorar en una esquina porque no podía escupir ni un par de letras juntas. Y cuando se marchó sin despedirse, me sentí más vulnerable que nunca. 

Mi primera relación llegó con varios años de retraso, a mis 23. La veía como un premio de consolación a una pubertad que no me había regalado ni un triste noviazgo y que estuvo salpicada de amores no correspondidos que yo atribuía a mi falta de fluidez y de confianza. Pero aquella aventura también terminó en desastre: con un matrimonio fugaz y un divorcio de telenovela. 

Cada vez que discutía por cualquier nimiedad con mi ex pareja, ella me decía que era un “jodido tartamudo” que no merecía ni su compasión ni su pena. Y yo me quedaba con la cantinela en las orejas: no dejaba de pensar en lo indeseable y tartamudo que era. Nunca le pregunté por qué lo hacía. Intuyo que porque quería alejarse de mí para huir con un amante con el que compartía un hijo. Quizás he ahí la única respuesta para explicar tanta saña, premeditación y alevosía de su parte. 

En aquella época, de jodido, creo, no tenía nada, pero de tartamudo todavía sí: entre mucho y demasiado. Acabar una sola frase –una pinche, raquítica y sencilla frase– me suponía siempre un despliegue físico considerable: sudaba, tensaba una y otra vez los mismos músculos que se usan para dar un beso y a menudo me quedaba sin aire mientras los que me escuchaban pedían la hora como los aficionados al árbitro en un partido de fútbol. Era como los boxeadores a los que suelen noquear en el primer asalto, un monosílabo extraviado en un ring lleno de términos rebosantes de significado.

Alcancé mi punto de quiebre y probé las drogas, pero la marihuana me sumía en un sueño profundo y un subidón de cocaína casi me mata –me puse a coquetear con ella por una soberana tontería: porque un roommate me convenció de que hablaba muchísimo mejor cuando esnifaba–. Después, un colega bipolar que se acababa un jarabe para la tos de un par de tragos sin estar enfermo me animó a jugar a la ruleta rusa con unas pastillas de colores para esquizofrénicos que, según su versión, reducirían en más de un 30 por ciento mis dificultades. 

Me resistí a los cantos de sirena por sus efectos secundarios y porque los atajos jamás me parecieron buenos: tenía miedo de volverme adicto, de perderme para siempre como un viajero despistado en un desierto. 

La tortura prosiguió hasta que mi cabeza atolondrada se amobló mínimamente. Había crecido: me hice mayor. Había entrado a trabajar en un periódico y dejé de ahogarme en mis miserias para prestar más atención a la realidad igual de miserable que me rodeaba.

Comencé a escribir al trote y al galope como una forma de exterminar a los demonios que me atormentaban, a narrar historias entrañables, a disfrutar y sobre todo a disfrutarme. Tuve una hija. Armé familia. Publiqué un libro. Me olvidé de la tartamudez con la facilidad con la que los hipocondríacos dejan atrás un nuevo malestar imaginario. Y sucedió lo que jamás imaginé que ocurriría: empecé a hablar con mucha más soltura. 

En Bolivia, país en el que radico desde hace casi 12 años, algunos aún me charlan en su inglés de andar por casa no porque yo sea rubio, alto y espigado, sino porque consideran que yo me comunico en un lenguaje extraño. Me siguen colgando el teléfono cuando tengo que concertar una cita porque creen que al otro lado de la línea hay un desgraciado con ganas de molestar un rato. Sé que algunos se mofan de mí en cuanto me doy la vuelta y que otros me ven nomás como un cero a la izquierda. Y también hay sinvergüenzas que me tratan como si fuera un estúpido elevado a la enésima potencia. Pero ya no me importa. Es más, me gusta hacer bromas del tipo: “mi tía vive al lado de una parabólica y por eso padece cáncer en 50 idiomas; yo vivo debajo de un repetidora y por eso me volví tartamudo”. Mi contestadora, cuando alguien llama y no le contesto, recita lo siguiente: “Está usted hablando con un teléfono tartamudo. Si quiere dejar algún mensaje, repítalo para que yo lo entienda”. Y a mis conocidos les digo que deberían temerme, que el tartamudo, como el cartero, siempre llama dos veces. 

Hoy, amo mi tartamudez porque me gusta repetir cosas bonitas y lanzar piropos al cuadrado para alegrar por partida doble a mi mujer cuando se levanta. La amo porque pienso que, entre los “mal hablados” de la Tierra –que son un verdadero ejército–, el tartamudo es el rey, un rey pasmado pero rey al fin y al cabo. La amo porque me obliga a concentrarme más en cada idea y porque funciona como una extensión de mi cerebro.
Todavía, sin embargo, me persiguen algunos fantasmas. No soporto el vis-à-vis con un semejante, la confraternización, las reuniones de autoayuda entre tartamudos. Mis pares me producen ansiedad, alergia, cierto rechazo. Probablemente, porque cuando me comparo con ellos me achico como los anoréxicos frente a su reflejo.

Pero bueno: nadie es per-per-per-fecto.


Septiembre de 2013

3 Comentarios:

  • Sigo publicando artículos en los que aludo a esa enfermedad cerebral que provoca la tartamudez. Ved mi última
    entrada: http://santiagonzalezescritor.blogspot.com.es/2013/11/manifiesto-por-la-convivencia-de-todos_8.html
    Ya falta menos para que desvele, si hay quorum legal, cuál es esa enfermedad que provoca la disfluencia. Gracias por vuestra atención.

    Por Anonymous Anónimo, A la/s 8:36 p. m.  

  • En mi blog enseño metodo muy efectivo gratis...tartamudosenmadrid.blogspot.com

    Por Anonymous Anónimo, A la/s 3:01 a. m.  

  • Videos on YouTube (and How to Watch) with Videoshoot.com
    YouTube – a site with an excellent collection of video youtube downloader clips. The channel hosts professional gamblers and casino games. YouTube is one of the most

    Por Anonymous Anónimo, A la/s 5:04 p. m.  

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]



<< Página Principal